Restos de hormigón armado, muebles rotos, un auto volteado a la sombra de un rascacielos siendo devorado por vegetación reptante: la quietud general sólo perturbada por algunas bolsas arrastradas por el viento, única fauna local, salvo por mi sabueso. La mano invisible del caos había creado inusuales yuxtaposiciones de basura, y me apenaba un poco arruinar su espontaneidad recolectando aquí y allá aquello que pudiera servirme.
En eso estaba cuando vi al viejo sentado en una pequeña loma, una reposera oxidada, una mochila, un rifle sobre los muslos, la mirada en el horizonte. ¿Estaría muerto? Me acerqué cautelosamente, y el sabueso me imitó.
No hubo reacción mientras me acercaba, a pesar de que no fui muy cauteloso. Su mirada seguía fija en algún punto delante, y respiraba, estaba vivo. El contacto humano vale más en esta época que un baño caliente, por lo que me decidí a hablarle.
-¿Qué miras, viejo?
-Shh, niño, no me distraigas. No quiero perderme las señales.
-¿Señales de qué? ¿De saqueadores?
-Ja, ¡Quién tuviera tiempo para esas nimiedades! -Su boca estaba reseca. -¡El albor de un nuevo mundo! Las señales pueden estar en el más pequeño detalle y en cualquier lugar: en el reflejo del sol sobre un fragmento de vidrio, en el aleteo de una mosca, en el rocío evaporándose a la mañana. Me entrené por décadas para reconocerlas, y espero el llamado del clarinete del mañana como el más disciplinado de los soldados.
El viejo estaba loco, pero no me quise apartar todavía, lo seguí escuchando.
-De nada serviría el apuro para tan decisiva batalla: debemos pegar con un mismo puño, para que la guerra termine de una vez por todas. - Me miró. -Ah, sé que no me crees, muchacho, como no creerás aunque veas las banderas ondeando en el horizonte y escuches los cánticos de algarabía, los tambores. Ustedes están ciegos a las señales, la cabeza hundida en el lodo. Sólo saldrán para sentarse a la mesa cuando todo termine y disfrutar del postre, como jóvenes malcriados. ¿Qué honra hay en eso?!
Su grito repentino me sobresaltó, y me alejé a pasos lentos, tropezando casi con una sombrilla rota. ¿De qué hablaba? No se levantó ni me siguió gritando. Probablemente él también fuera parte de esa yuxtaposición cuidadosa de objetos que me rodeaba.
Un pensamiento me provocó: ¿Esperan las cosas inertes una señal precisa para despertar y danzar, esperan un instante futuro? Nada respondió.
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Si gozan de fortuna en los últimos días de nuestro mundo y les agradan estos relatos, consideren dejar una atención pecuniaria para que pueda seguir jerarquizando esta actividad. Si no pueden, un comentario o compartida también es de suma ayuda. Saludos!
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Muy bueno tu relato Joaquín deberías pensar en hacer una antología.
ResponderEliminar"Cuentos del óxido" se llamaría la antología
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