De este lado del vaivén pendular,
rubicundo, de ti fui tierna presa;
de trino y aleteo
fecundos, que horadaron mis defensas,
con promesas de hogar,
de pétreo nido, fosos y portales,
lientas intimidades,
de puente levadizo que, ya izado,
consumó dulce viso de himeneo.
Ya en nupcial lecho de mentida estirpe,
de leños vástagos de tal encina,
que don rojo lustroso
presentara ante dama primitiva,
llevando a caída insigne;
en hondo lecho undoso nos batimos,
cruzando dos las lanzas, fenecimos,
si no en cuerpo, sí en gracia,
trocada por senderos amorosos.
Si previsto yo hubiera
constante demudar de la fortuna,
señales de tal cambio de marea
que, prístino, lo inerte siempre exuda;
visible, no ya a exégetas
porfiados, mas a simples caminantes
o jinetes; si atento, más que amante,
del péndulo sintiera su reflujo,
no habría sucumbido a vana tea.
De aquel lado del vaivén pendular,
mi reino yace en ruinas cenicientas;
mis landas, con un brillo mortecino,
se han tornado en inhóspitas malezas
que, crueles, favorecen crudo errar,
hondo rumiar cansino,
apátridas barruntando un estío,
que a lo lejos perfila
sus contornos, sin llegar, siempre esquivo.
Cuando es, de suyo, hora
de eterno devaneo vagabundo,
justo hállome entre muros impedido,
pasillos impregnados de susurros
cargando tu memoria dolorosa.
Y fue emerger, jadeante,
abrir de par en par recios portales,
hallar compadre equino tras el puente
fue a errar lanzarme, fiado de tu abrigo.
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