Me volví a tocar la mano izquierda. El olor a cloro perdía intensidad, pero la sensación todavía estaba. O una huella. Temiendo que, como un sueño, se desvaneciera en el ruido gris de la memoria, la puse por escrito.
Todo data de la mañana del 3 de julio, en el natatorio, en clase. Pocos entornos alejan tanto de la abstracción como una pileta. Sólo el abrazo del agua promete un poco del retorno a un mundo más simple, si no se oyeran las instrucciones del profesor, inequívocas, claras. Y luego está el cloro, el cloro, recuerdo sensorial de que estamos en el ámbito de la Técnica.
Estoy nadando, y engaño a la falta de aire repitiendo números en mi cabeza. Llevo 6 piletas, van 4 brazadas, faltan 2 para salir a respirar, 7 materias para recibirme, 8 meses para el viaje... Ni los chongos del grupo alcanzan para sacarme de ese trance.
Pero lo siguiente sí pudo. A mitad de distancia entre los bordes, mi mano izquierda rozó otra mano debajo de la superficie. Normalmente, los contactos en una clase de natación son toscos, accidentados, a veces hasta golpes. Esta vez era distinto: suave, dulce, pero melancólico como una despedida. Intenso como esas miradas que marcan el despertar sexual. ¡Y tan breve! Fue una pregunta punzante que no terminó de ser formulada.
Cuando llegué al borde, paré, me di vuelta. Para ser un roce de la mano izquierda, debió ser de mi mismo andarivel, justo un día que nadaba solo allí. La pileta era la misma de siempre.
El roce trastocó mi concentración: intenté volver a nadar, pero unas ganas incontenibles de llorar brotaban, y con la excusa de náuseas casi que fui corriendo al baño.
Fue epifánico ese llanto, la melancolía por algo que no puedo precisar, desesperado y abrupto al principio, luego mudo, ahogado. Una espasmódica evaluación de mi vida daba paso a una sonrisa: se me dio otra oportunidad de vivir, y la tomé. Era mi responsabilidad transformarme y volverme otro.
Ese día se sintió distinto. Incluso en los pequeños actos cotidianos, los rostros me recibían con sonrisas inusuales y miradas atentas, las puertas se me abrían sin esfuerzo, y empecé a jugar con ideas radicales y osadas para un oficinista aburrido. Hasta la pluma y el pincel se doblegaron a mi voluntad, tras años de sequía.
¿Pero era real todo eso? El entusiasmo inicial amainó un poco, y se empezó a transformar en una leve melancolía con el paso de los días. El jueves fui otra vez a nadar, necesitaba al menos una fracción mínima de ese roce que todavía recordaba tan intensamente, pero encontré el lugar cerrado por duelo e investigación. En alguna nota leí posteriormente que alguien se había ahogado en la pileta.
"Brotó a la superficie ya muerta. Se quedó abajo en un ejercicio subacuático, Germán ni se dio cuenta. Lo van a echar", Comentaban en el vestuario el martes siguiente. "Pobre Silvia."
"Igual, muy raro todo."
Pregunté dónde solía nadar ella. Tras un no muy breve silencio, que puso en evidencia lo inapropiado de mi pregunta, confirmé, obviamente, mi sospecha: mismo andarivel.
El caso tuvo cierto revuelo mediático, para lo que es esta ciudad, y devoré todo lo que pude, con el placer pre digital de preguntar en comercios cercanos, de hablar casualmente del tema con vecinos y empleados del natatorio. A Silvia la encontraron con una sonrisa en el rostro y la mano cerrada en parte, como tomando algo. ¿De qué se pudo agarrar, en el centro del fondo de una pileta? ¿Cómo se quedó abajo tanto tiempo? La opinión pública se tranquilizó con el dato de que Silvia ya tenía antecedentes de intentos de suicido, y las anteriores incógnitas quedaron como una leyenda urbana, pero para mí no había misterio.
Tampoco lo había para el resto, parece. Una epidemia de silencios y caras tristes se propagó entre varios de los que no dejamos de ir a nadar. Miradas fugaces que delataban un entendimiento compartido, que tal vez todos allí habían experimentado el roce con esa mano, esa intensidad, y la certeza de que no se repetiría.
Yo también caí víctima. La sensación se desvanece, aquella memoria suprema pierde el contorno primero, luego la forma. Pronto, sólo quedará el nombre. ¿Y mis resoluciones de enterrar a mi yo del pasado, mi supuesta epifanía? No alcanza ya, necesitaba unos instantes más, mayor claridad.
Los días pasaron, luego semanas, y el roce no se volvió a repetir (lo que tiene sentido ahora, no se puede tocar el cielo dos veces, pero en el momento estaba poseído por una adicción). Sin notarlo, nos estábamos mirando con hostilidad al cambiarnos o salir de la ducha: como toda experiencia sublime, era esquiva, y el ambiente monótono, idiota, de la clase de natación, el rumor de la muchedumbre, la falta de erotismo, nada ayudaba a que se volviera a dar. Necesitaba una intimidad que el lugar no propiciaba.
Acumulaba ya varias noches llorando sobre este cuaderno, cuando decidí dar un paso más. La excitación al robar las llaves para copiarlas verdaderamente me convenció de que estaba ante el camino: la tensión criminal fue una bocanada de aire en medio del ahogo, y el premio refulgía allá, no tan lejos.
Luego vino el momento más metódico y actoral, conseguir la contraseña de la alarma. Para esto no hizo falta mucho más que cambiar de hora la clase al último turno, ser el último en salir, quedarme charlando con la dueña.
La última parte fue la más difícil, como podrán esperar, pero a mi favor, ser cliente de años forjó cierta familiaridad y confianza por debajo de las rutinas de la interacción humana. Aún así, era presa de una certeza y precisión cercanas a lo sobrenatural, o esa explicación le puedo dar hoy.
En fin, hablando con Bianca, me enteré casualmente de que la alarma estaba rota y la iban a arreglar "mañana mismo". ¡La precariedad de nuestras tierras al rescate! Pero también los hados en curso, indudablemente. Como fuera, había un componente de apremio: no sabía cuándo iba a llegar ese "mañana" indefinido, así que actué esa misma noche.
Resuelto el problema logístico de cómo entrar, el resto fue casi un trance, por virtud del automatismo y la precisión sorprendente de los actos. No hice tiempo ni a maravillarme de mí mismo, y hubiera debido, porque esto sí que se parecía a un nuevo yo.
La pileta a las 3am transmitía esa intimidad sacra que buscaba propiciar. Sin embargo, por respeto a los rituales o idiotez, fui con el bolso de natación, me cambié como siempre, nadé unas piletas en aguas notoriamente más frías, tercer andarivel.
La sordidez de la escena me quitó pronto todo entusiasmo y esperanza, y a medida que la desazón me poseía, empecé a intentar otras cosas, porque obviamente nada ocurría, ni siquiera la adrenalina del crimen. Con un rumor más y más ensordecedor, todo allá parecía gritarme que ningún otro momento de trascendencia me esperaba. Que estaba condenado a seguir encontrándome conmigo mismo.
Nadar hasta el fondo, quedarme casi hasta el punto del ahogamiento, fue el siguiente paso lógico, aunque fue el cuarto método que intenté. Luego de que esto tampoco funcionara, salí ya llorando de la pileta: no fui capaz siquiera de sacrificarme por volver a sentir esa piel. ¡Silvia! Maldije su nombre aunque con miedo: quien se me apareciera inicialmente como una víctima, hizo lo que yo no pude hacer, y murió en una sonrisa. No me fue concedido tener un cierre para mi historia, y a medida que esa noción era reconocida, la realidad volvió a tomar forma, el miedo volvió a ser sudor frío y, derrotado, marché a casa.
Si no contara con la escritura febril de aquella época como testimonio, habría abandonado la empresa de poner esto por escrito. Compenso mi adormecimiento actual con aquellas notas, que por instantes hacen que el episodio me parezca tan real o cercano (la confusión entre presente y pasado al escribir esto me resulta ineludible). A la intensidad de esas notas, que no voy a publicar, espero haber aportado legibilidad.
Si bien me cuesta un poco creer en todo esto, sí le creo a aquella otra versión de mí que lo experimentó con ese arrebato. Con el paso de los meses, tuve que reincorporar, volver a creer, que no existen tales epifanías, sólo el trabajo lento y constante. No quisiera llevar a otros por los mismos angustiosos derroteros que transité, pero las palabras no pueden dañar, me han dicho, por lo que hagan de esto lo que quieran.